Capítulo 1
JAVIER
Pues no señor, apenas recuerdo la primera vez que me castigaron. Me veo muy niña y recibiendo un sonoro bofetón de la hermana Teresa en toda la cara. No señor, mi hermana no, la hermana Teresa. Uniforme gris, expresión constante de mala leche y ese tufo a naftalina que emanaba de ella. Más que a naftalina era un olor como a seco, a rancio. El olor que hace la ropa muy vieja o el libro que hace tiempo que no se lee. Perdón, que me voy por las ramas. Recuerdo ese ¡plas! en toda la cara y ni siquiera sabría decir por qué. Algo haría.
No fue ese el único bofetón que me arreó la hermana Teresa, cayeron más con los años. De algunos sí que le sabría decir el motivo, de otros no. Quizás ni siquiera existía ningún motivo. Se acercaba a una y antes de poder decir ni pio te daba con toda la mano abierta. Y si preguntabas te arriesgabas a recibir otro, así que la afortunada callaba y se preguntaba qué era lo que había hecho esta vez. Como disfrutaba la cabrona -perdón, señor, por la expresión- con aquello. Y no crea, no, que con los años mire usted que perdió pelo y perdió los dientes pero no perdió ni un gramo de fuerza. Y aquella mano siguió golpeando con la misma fuerza cuando yo apenas andaba que cuando me fui a los 14. Hace unos años murió la bruja. Mi amiga Trini, que es la única que me queda de aquella época, me envió un mensaje. “Mira las esquelas de La Vanguardia de hoy” decía. Y allí estaba. “Rueguen a Dios por el alma de la Hermana Teresa Maria de la Sagrada Concepción. Ha fallecido el día 13 de septiembre a los 92 años. Alma y Corazón del Colegio Mirasol durante 54 años...” y bla bla bla. Ponía el día y la hora del funeral y allí que nos presentamos la Trini y yo. No me pregunte por qué. Igual para asegurarnos que de verdad había muerto la de los bofetones. Y mientras el cura recitaba lo propio de los funerales ante una buena parroquia, aquello estaba lleno de monjas, Trini y yo nos mirábamos sin podernos contener. Primero sonrisitas, y luego carcajadas que tapábamos con las manos como podíamos, con las lágrimas saltadas. Tanto llegamos a llorar, de la risa señor se lo juro, que la señora del banco de delante se giró y viéndonos con los pañuelos y las lágrimas saltadas nos dijo “las acompaño en el sentimiento”. Bueno, aquello fue lo más. Tuvimos que salir corriendo, es todo lo que le puedo decir.
Ah! en casa dice usted. Pues tampoco recuerdo el primero. No eran mucho de castigos en casa. Eran más bien de miradas heridas, esa era mi madre, o sonoros resoplidos, ese era mi padre. Ya me dirá usted, con 3 hermanos más no había tiempo para entretenerse con castigos. Si nos matábamos entre nosotros por cualquier cosa, literalmente cualquier cosa, allí estaba la mirada herida de mi madre, Concha se llamaba, y el resoplido de mi padre, Luis, cruzando los dedos para que la sangre no llegara al río.
Se puede usted imaginar lo que era convivir con dos hermanos mayores que una. La de collejones que me he llevado. Cada vez que alguno de los dos pasaba por detrás aprovechaban la circunstancia para darme un doloroso collejón. Entre ellos se llevaban apenas dos años, no llegaba, y me sacaban seis a mí. Y yo sacaba otros seis a Marisa, la pequeña. Collejones, zancadillas, codazos, … yo diría que de los seis hasta los doce aguanté de todo. Siempre con moratones, así me recuerdo. Pues si, claro que me defendía, me revolvía con mordiscos, patadas, lo que fuera, pero eran dos y yo una, más pequeña y, claro, poca cosa podía hacer.
Y lo orgulloso que estaba mi padre de ellos. “El futuro de la casa” decía. “Uno será ingeniero y el otro va para médico”. Esa frasecita se repitió en la panadería, en el estanco, en el quiosco y cualquier barra de bar donde le quisieran escuchar. Si hubiera sabido él. Uno trabaja en el servicio de recogida de animales muertos y el otro es ayudante de camarero. No señor, llevo muchos años sin hablar con ellos, desde que murieron mis padres, le ruego no les llame ¿Qué como es eso? Pues ¿por qué se pelean las familias? Por dinero, señor, por dinero. Murieron mis padres, primero mi padre y dos años después mi madre y el piso de la familia se puso a la venta. Mi hermano el mayor, Juanca -por Juan Carlos, claro- se encargó de tramitarlo y a dos velas que nos quedamos Marisa y yo. Entre él y Luis -el mediano- se repartieron el dinero del piso y vaciaron las libretas. Todo el dinero, señor. Y allí partimos peras.
Con Marisa también perdí el contacto, pero es que se casó con un empleado de banca al que enviaron a Cáceres y allí se quedó, cosa que yo nunca entendí ¿quién puede querer vivir toda la vida en Cáceres?
¡Y
que poco he hablado de mis padres! Es que realmente no hay mucho que
decir ¿Se querían? Supongo. No sé. Imagino que a su manera.
Discutían mucho entre ellos y juraría que algún empujón se llevó
mi madre. Nunca delante de nosotros claro. Se podía intuir por los
gritos, el ruido y el llanto final. ¿Por qué discutían? Pues por
todo. Por dinero, por el rato que mi padre pasaba en el bar, por el
canal de televisión, por la ropa no planchada, ...ya le digo que por
todo. No creo que repararan mucho en nosotros. Sí que recuerdo
celebraciones, cumpleaños, Navidades, .. Pero no tengo un gran
recuerdo de nada de todo eso. Íbamos lavados y vestidos eso si, pero
creo que con eso mi madre consideraba que ya había realizado el 90
por ciento de su labor de madre, y el 10 por ciento restante dividido
entre los cuatro realmente daba para muy poco. Y de ese poco mi
hermana Marisa, que lo pillaba todo, sarampión, varicela, gripe
todos los años, se llevaba más de la mitad.
¿Quiere usted que
avance un poco más? Si, señor tiene razón, me he remontado
demasiado. Déjeme pensar…. Puedo ir hasta los 16 años. En aquella
época conocí a Javier. Trabajaba por las noches en un taller de
planchado. Camisa tras camisa, pantalón tras pantalón. Quince
pesetas la pieza pequeña y 20 la grande. Y no crea, era buena ¿eh?
Rápida como una bala. Permítame que le diga que esa camisa que
usted lleva no la ha planchado alguien como yo. Esas marcas en el
cuello es porque no está bien plegada. Perdóneme si le he ofendido.
¿Cómo? Pues claro que cobraba en negro. Tenía mi sobre a final de
mes con el dinero de todo lo planchado. Hasta la última peseta
estaba ganada a pulso. 8 horas cada noche aspirando vapor sin parar,
parando veinte minutos para descansar. Y no se crea usted que
trabajamos para cualquier marca, no. ¡Eran buenas marcas! Nada de
ropa de mercadillo. Y aunque no lo parezca estaban tan mal cosidas
que parecían remiendos. Pero no quiero buscarle problemas a nadie,
aquí me callo.
Le decía que en aquella época conocí a Javier. ¡Ni recuerdo cuantos años hace! Aunque si yo tenía 16 o 17 hace ya unos 40 más o menos. Era el hijo de una de las compañeras del taller, la Montse. Nada bien me caía su madre, menuda chismosa estaba hecha, pero el hijo era otro cantar. Condenadamente guapo, así era el Javi. Moreno, ojos oscuros, delgado en aquella época -bueno, yo también lo estaba aunque no lo parezca- y gracioso como él solo. Fue verlo y notar las mariposillas en el estómago. Un flechazo. Aunque un flechazo es cuando los dos se enamoran ¿no? Pues entonces no, lo digo mal, porque yo me volví loca por él de inmediato y él no me lanzaba nunca ni una triste mirada.
Tardé un año en conseguir algo con él ¡Un año! Y no fue en taller, no. Fue en la discoteca donde íbamos todos los sábados por la noche. Allí me tropecé con él, cargado de cubatas que iba, con un grupito que iba igual o peor que él. Y allí le entré como una apisonadora y me lancé encima antes de que pudiera decir “hola qué tal”.
Ya
ve usted, dieciséis años y tonta como yo sola, aunque me las daba
de lista. ¡Anda que volvería ahora! Bueno, sabiendo lo que sé
ahora quizá sí, para hacerlo todo diferente, pero todo ¿eh?
Tres
años de novios anduvimos. Él me venía a buscar a casa cada viernes
por la noche como un clavo. A mi madre le encantaba, le caía la baba
con él como no se puede imaginar. Yo creo que, si hubiera podido, me
habría cambiado por él. Siempre era el Javi esto, el Javi aquello,
y el Javi qué piensa, y el Javi qué dice… Solo le faltó hacer
los papeles de la adopción y quedárselo como hijo.
¿Quiere
que le cuente cómo fue la boda? Pues más sencilla de lo que puede
creer. No teníamos ni un duro, apenas nos llegaba para el alquiler
del piso que cogimos, pero es que además a mí se me empezaba a
notar el bombo de la primera, de Rosa, y claro, no era plan de
lucirme con un vestido blanco que no escondía mi barriga de ninguna
de las maneras. Y eso que íbamos con cuidado. Al Javi no le gustaban
los condones, le daban repelús, así que lo que hacía era retirarse
cuando le parecía que...bueno, ya sabe, cuando se iba a … Pues
eso. Pero cómo me dijo mi madre cuando se enteró de que hacía dos
meses que no tenía la regla “siempre chispea antes de llover”. Y
esas chispas nos trajeron a Rosa.
El Javi empezó trabajando en el taller de su cuñado. No tenía el título de mecánico pero hacia chapucillas, reparaciones sencillas, cambios de ruedas, en fin, cosillas de poca monta. El marido de su hermana era un listillo que, y por favor no tomen nota de esto, trapicheaba con tabaco y lo guardaba allí en el taller, creo que solo tabaco, era muy tonto para hacer nada más, pero bueno, no lo pillaron nunca por lo que supongo tan tonto no sería. Eso, que el Javi hacía chorradillas allí hasta que empezó a hacer los viajes para llevar el tabaco arriba y abajo. Entonces empezó a ganar más dinero y empezamos a ir mejor. Las niñas, ya tenía a las dos, a la Rosa y a Teresa, pudieron hacer una buena comunión y en aquella época nos metimos en la hipoteca del piso.
Ya le he dicho que a mi cuñado no le pillaron nunca, pero al Javi sí. Era tan tonto que en seguida lo calaron, por chulo, que era un chulo, y un día lo esperaron y lo pararon los civiles. Bueno, la única cárcel que pisó fue la del cuartelillo y menos mal, no sé qué le hubiera pasado en una cárcel cárcel. Tan tonto era que ni siquiera quiso decir lo del cuñado, así que se comió él solo todo el marrón. Era la primera vez así que salió bien parado. Le cayó un año y como era la primera no pisó cárcel. En fin, tuvimos suerte supongo, pero entre el abogado, que nos costó un dineral y el hijoputa -perdóneme señor, esta boca me llevará un día a la ruina- del cuñado que no quiso que nunca más volviera por allí, nos fuimos a la ruina.
Con sus antecedentes, que todo el barrio ya conocía, en ningún sitio lo cogían más de unos días. Y el resto empezó a hacer compañía a mi padre en la barra del bar. Allí se tiraba horas y horas. Por aquella época me puse yo a trabajar en el súper del barrio. Al principio solo de reponedora. Cargar la carretilla en el almacén y llenar las estanterías. Los productos que caducaban antes en primera fila –cuando coja los yogures de la nevera piense en esto que le digo, lo que caduca primero va antes- pero el encargado me puso pronto en la caja. Debe ser porque soy de poco hablar. De las calladas, soy de las calladas. Era pasar la compra por la máquina y cuadrar caja al final de día. Y cuidado que todo cuadrara que si no te lo descontaban del sueldo. Como la diferencia pasara de veinte euros, después de repasarlo todo miles y miles de veces, notita para el departamento de personal y la siguiente nómina allí estaba el castigo. Tuve suerte y muy poquitas veces me pasó eso. Y siempre fue poquito, veintiuno, veintidós, como mucho veintitrés euros. No se notaba mucho en la nómina así que no tenía que darle al Javi muchas explicaciones. Bastante difíciles andaban ya las cosas por casa como para, encima, tener que explicarle que la caja no me había cuadrado alguna vez al mes.
Si, señor, en aquella época empezaron a torcerse las cosas de una forma muy bestia. Es que ya se puede usted imaginar cómo llegaba a casa después de pasarse tropecientas horas en el bar del chino. Apestaba tanto a vino rancio... ¡ufff! Olía como a podrido, si cierro los ojos aún lo huelo. No, por favor, ¡no se ofenda! Quiero decir que es cómo si estuviera aquí, que es mi mente la que hace eso. Solo girar la esquina ya podía oírle tropezar, siempre con el mismo contenedor. Igual que la campana de la iglesia cuando toca para misa pero solo con una campanada. ¡Paaaam! Seguido de un “¡Me cago en Dios!” que se oía en todo el barrio. Se sabía cómo venía de puesto por que el contenedor estaba más o menos lejos de la acera. Alguna vez al medio de la calle lo había enviado de una patada, se lo juro, lleno de bolsas de basura. Subía a casa, me echaba una mirada torcida y se quedaba frito en el sofá, con un hilillo de saliva que le caía por la cara y unos ronquidos que podrían pasar por un camión subiendo una rampa en segunda.
Y yo lo veía ahí, con la boca bien abierta, ese ruido infernal, y me entraban ganas de echarle cualquier cosa por ese agujero. ¡No sabe usted que tentación era aquel pedazo de boca abierta! Una vez hasta llegué a coger el jabón de los platos, mire que lo pensé con el Fairy en la mano, pero quería matarlo, no hacerle una limpieza de estómago, así que lo descarté.
¿Pegarme? No, no me tocaba. Bueno, de hecho no me tocaba de ninguna de las maneras. Es verdad que yo ya no tenía el figurín de los veinte años, pero que quiere que le diga, él tampoco. Había parido dos niñas y, para mi desgracia, tengo el mismo tipo botijo que mi madre. Estrechita por arriba y caderas anchas. Bueno, ahora soy más mayor pero seguro que lo ha visto usted cuando he entrado. No, no quiero decir que me haya mirado con ganas, ni mucho menos, pero soy chaparrilla y eso se ve enseguida. Perdone, que me voy por peteneras, ¿por dónde iba? ¡Ah, si!, Que no me tocaba nada. Bueno, se escapaba algún empujón de tanto en tanto, pero eran empujones que no llegaban a más.
Pues le decía que las cosas empezaron a ir mal no, lo siguiente. Trabajaba como una cabrona, dale que te pego todo el día cobrando en el súper y él tardaba dos días en pulirse toda la nómina en el chino. Aquel chino me tendría que haber puesto una placa en su puerta, yo creo que financié el viaje para acá de toda su parentela. Las niñas le esquivaban continuamente. ¡No sabe usted que suerte he tenido con ellas! Estudiosas las dos como pocas. Ningún disgusto me daban, no sé a quién han salido, y, claro, tenían los ojos puestos en la universidad. Ellas en la universidad, yo en nuestra libreta y el Javi en la botella de tinto. Imagínese el panorama. Y claro, no tuve más remedio. Fue por ellas, le juro que fue por ellas, yo hubiera aguantado hasta que la palmara de forma natural, aunque hubiera durado veinte años más. Y usted me dirá “¿Y cómo no se separó?”. Y tiene usted razón, y lo intenté créame, le eché de casa unas cincuenta veces. Una vez hasta le coloqué sus cosas en la puerta, en un par de maletas, pero siempre se las arreglaba para entrar y una vez dentro ya no había forma de echarlo.
¿Qué como lo hice? Pues supongo que a estas alturas ya da igual que se lo cuente. Verá usted, no crea que fue fácil de pensar. Se me ocurrían un montón de cosas pero, claro, la gracia era que nadie se diera cuenta. La que tenía más números era un geranio en un macetón que por casualidad caía por el balcón justo cuando él llegaba, pero tenía muchas dudas. ¿Cómo hubiera explicado lo de levantar el macetón del suelo y pasarlo por encima de la barandilla? Y mi puntería nunca fue muy buena… Quería matarlo, no dejarlo tonto, así que lo descarté.
Finalmente me decidí por envenenarlo pero no entiendo nada de venenos. Todo lo que sé es de las películas americanas que dan por la tele. ¿Y sabe usted dónde se compra algo llamado “arsénico”? Porque yo no tengo ni idea. En el súper podía pillar matabichos de todo tipo, pero tampoco sabía si era muy eficaz. Si para matar una mosca necesito un chorretón que vacía medio frasco para el Javi imaginé que necesitaría cuatro o cinco botes. Me parecía cómo muy arriesgado tanto matabichos. Y hacen esa peste... Se hubiera olido en quilómetros.
Y luego en alguna revista leí lo de las “cacas”. Que algunas cacas de animales eran muy perjudiciales y provocaban muchas enfermedades. Ya tenía la solución. No, señor, refinado no era y sí un poco asqueroso, pero era el Javi, que quiere que le diga. A aquellas alturas yo ya no estaba para refinamientos. Así que cada día bajaba a la calle con una bolsita, no me diga que se pensaba que iba a utilizar mi porquería, -señor, eso hubiera sido demasiado-, y buscaba las caquitas secas de los perros. Buscaba las secas porque no olían y me parecía que tampoco tendrían sabor. Las trituraba en el pímer y se lo colocaba en todo. En los bocatas que le preparaba, le encantaban los de huevo frito con pimientos, -me sale de maravilla, el día que usted quiera le preparo uno-, en el café con leche, en las lentejas, hasta en los mejillones en escabeche le ponía. Y él se lo comía todo con aquellas ganas y con aquella hambre. Hasta se engordó y todo. Por un tiempo creí que me había equivocado y lo que le estaba dando era como unas vitaminas. Seis meses tardó en ponerse malo, y eso dándole mucha caña al pímer, ya me entiende. Nunca habíamos tenido la calle tan limpia como aquellos seis meses. Podías caminar descalzo hasta la plaza con la certeza que no pisarías ninguna, perdóneme señor, mierda de perro. Bueno, usted ya sabe que el Javi se murió. Ahí debe estar el certificado de defunción y todos los papeles. Empezó a dolerle el estómago y quince días despúes ya estaba en un nicho con una placa que decía “A mi adorado esposo”. Y así acabó mi matrimonio.
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Si le parece, señor, sigo contando. Anda que no han pasado cosas desde que enterramos al Javi. Y no se crea, no, que cada 1 de noviembre voy como un clavo a cambiarle las flores y limpiarle un poco el nicho. Nooo, no me enterraran allí a mi. ¿Se imagina? ¡El Javi dándome patadas toda la eternidad! Menudo cabreo debe llevar. No, que va. Yo ya tengo mi seguro de entierro que pago cada mes y mi agujero en otro lado.
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